domingo, diciembre 25, 2011

¿Peligra el teatro en Bogotá?

El teatrero colombiano Sandro Romero Rey da la voz de alarma ante una crisis que puede hundir al teatro comercial de su país. Publicó, el pasado 24 de diciembre, en su blog “Contra Escena”, que inserta El Tiempo, de Bogota, el articulo El teatro en el teatro dentro del teatro”, el cual consideramos importante que lo conozcan nuestros lectores. Aquí lo tienen y que se diviertan:
-Estoy muy preocupado por el futuro del teatro comercial en Colombia. El teatro que hemos hecho toda la vida, ése que se ha financiado “con las uñas”, siempre se mantendrá, puesto que “con las uñas” ha sido la mejor manera de mantener viva una tradición, una terquedad, una necesidad, un capricho. Pero el teatro que se hace con el firme propósito de ganar dinero, tanto para sus actores como para quienes lo producen, cada vez es más difícil mantenerlo en pie. No nos digamos mentiras: a nadie le hace falta el teatro. Y me parece que está muy bien así. Peor para los que no lo necesitan. A mí nunca me ha hecho falta ir a la Luna o simplemente montar en globo, pero me imagino que, si lo hubiese hecho, hubiese sido un mejor ser humano, más curtido, más valiente o, por lo menos, más curioso.
Hace poco, el actor Humberto Dorado nos contaba a un grupo de amigos que, cuando estuvieron consiguiendo el dinero para el montaje de Hamlet con el Teatro Nacional en el año 2005, muchos de los posibles empresarios que financiarían la empresa les preguntaban que si esa obra era conocida. No. El teatro no le hace falta a nadie. Ni a los ricos ni a los pobres. A mí sí, porque uno se crea sus propias adicciones en la vida y gracias a ellas sobrevive, más feliz o más ausente, pero con un asidero confiable antes de caer para siempre en el abismo.
Leo la opinión de un lector en la edición digital del diario El Espectador: “Yo ya no regalo libros. Creo que ya no le dicen nada al 99% de la población…” Y me imagino que lo dirá con conocimiento de causa y seguramente hoy, 24 de diciembre de 2011, se emborrachará feliz en su casa y recibirá de regalo, qué se yo, una camisa de cuadros, un teléfono celular, una petaca de cervezas, fuegos artificiales, un dardo de fina punta. No. Los libros no los necesita el 99% de la población. Mucho menos la tontería de unos señores muy serios que se maquillan todas las noches para repetir textos aburridísimos y tratar de ser hermosos o, en el peor de los casos, poéticos.
En estos tiempos que corren, donde son más importantes las balas o las vuvuzelas, la transformación de un espacio en una nueva dimensión de formas, la sensibilización de la conciencia a través de la provocación o el éxtasis son, a no dudarlo, manipulaciones para acabar con el insomnio más enquistado.
Qué le vamos a hacer. Por eso, cuando nos encontramos con excepciones que confirman la temible regla, nos sentimos tan felices o, por lo menos, tan protegidos de los embates de la mala fortuna, que nos dan unas inmensas ganas de salir bailando por las paredes, como en algún viejo filme del olvidado Fred Astaire.
Decía el recientemente desaparecido ex presidente de la República Checa Václav Havel, en un artículo de 1997, reproducido por el diario El Tiempo: “Así que el drama de la política exige no un público, sino un mundo de actores”. El texto titulado “La política como teatro”, comienza con una idea similar a la que intento en estas líneas navideñas: Havel reflexiona acerca de aquellos que le cuestionan el hecho de haberse dedicado a la dramaturgia y luego a la política. Al parecer, el teatro es algo “poco serio” para ser valorado por un político. En este sentido, no estamos en Colombia muy lejos de los reproches de los checos fundamentalistas. Y me imagino que así piensan también en las tribunas públicas de Noruega, de Turquía, de Venezuela, de Estados Unidos de América. El teatro es eso: teatro. Es decir, suplantación, mentira, falsedad, impostura.
¿Nada de ello ocurre en los foros políticos? Bueno, no era de eso que quería hablar. Pero si miro el Canal Institucional de la Televisión colombiana, si miro el funcionamiento de los senados, de las cámaras de representantes, no puedo dejar de pensar en la suplantación, en la mentira, en la falsedad, en la impostura que tanto le imputan a los escenarios.
Pero me desvío. Hace un mes estuve en Buenos Aires. Entre ires y venires, asistí a dos representaciones teatrales, en dos salas distintas de la Calle Corrientes. La primera, una obra titulada Estado de ira, escrita y dirigida por Ciro Zorzoli. En ella, un grupo de actores ensaya, entre bambalinas, una puesta en escena del drama Hedda Gabler de Ibsen. El montaje es una fiesta total. Es una fiesta para nosotros, espectadores, pero una tragedia terrible para los personajes, que deben resolver la emergencia de remplazar a última hora a la actriz protagonista. Me imagino el texto de Zorzoli: no existe, no debe existir. El texto real está sobre el escenario y es, simplemente, la obra de Ibsen como excusa. Pero el contrapunto genial de los actores (en especial, de la protagonista, Paola Barrientos) convierte el asunto en un verdadero carnaval sin góndolas ni marimondas. En realidad, nunca entendí del todo porqué la obra se llamaba Estado de ira. Estamos ante una pieza de aquello que se llama “teatro dentro del teatro” en la que, como lo indica la expresión, una representación escénica es el tema de la misma. Pero hay algo más, y a ello es que intento referirme con el título de esta nota: en el fondo, es el teatro, como tema, como forma, como dictamen, el que está nadando por encima de la anécdota de la representación misma. De allí que el título, Estado de ira, no esté tan lejos de mi comprensión, sino que se aferra al fondo de mis dudas. Es ese “estado de ira” de la representación escénica el que se convierte en el protagonista del juego, de tal suerte que una simple comedia se puede transformar en el pretexto para que la reflexión sea, en realidad, el epicentro de la diversión. La ira de Hedda Gabler se vuelve el estado de ira de quienes la representan. Y en nosotros, sus testigos, en estado de dicha.
Un par de días después, estuve viendo la puesta en escena de Hamlet del ya legendario actor y director Juan Carlos Gené. En un espacio irregular, con una tumba al centro del escenario dominándolo todo (espero que Gené no haya tenido que sufrir lo que sufrió Dorado y su ejército colombiano para montar la tragedia…), los actores reproducen el drama de Shakespeare donde, como-se-sabe (bueno, es un decir), el juego de la representación se convierte en estrategia para la venganza. La obra de teatro que monta el joven Hamlet (“El asesinato de Gonzago”), para desenmascarar a su madre y a su tío, se convierte en el motor de los acontecimientos y, de alguna manera ayuda, no a resolver el asunto sino, en realidad, a demostrar lo mal director que puede ser el buen príncipe. Nadie le dijo a Hamlet que el teatro no servía para nada. Sin embargo, él recurre a la representación para poner en evidencia a los asesinos de su padre.
En la antigüedad, hay un drama parecido: Electra y Orestes, al darse cuenta de que su madre Clitemnestra ha asesinado a su padre Agamenón para casarse con el tío Egisto, deciden, no inventarse una obra de teatro para denunciar el acto, sino que simplemente sacan sus dagas y acaban con los criminales. Santo remedio. El teatro no sirve para nada. Pero, por lo visto, el crimen mucho menos, porque el pobre Orestes termina condenado toda una tragedia después, huyendo de las fuerzas de la culpa.
¿Para qué volver a montar Hamlet, en pleno siglo XXI, si a nadie le parece importante ni necesario? De nuevo, es la necesidad de la impostación. De reflexionar sobre el artificio, utilizando el teatro dentro del teatro como medio, como telón de fondo y forma, como rompimiento.
En estos días, el director y dramaturgo colombiano Pedro Miguel Rozo revisitó Hamlet, en una versión desmadrada, para los estudiantes de último año de la Academia Superior de Artes de Bogotá. Allí, “el-teatro-en-el-teatro-dentro-del-teatro” era más que evidente: ya no estábamos ante Hamlet, príncipe de Dinamarca, sino ante Hamlet, príncipe de Cundinamarca y, ante los restos de una escenografía de detritus de San Victorino, se representaba el juego donde Shakespeare era un pre-texto para mostrar las urgencias más profundas de su “metteur en scène”.
Sí. El teatro es un tema y, al mismo tiempo, es el tema dentro de un tema, es una reflexión dentro de un juego, dentro de un síntoma, dentro de un vago remedio. Al que no quiere caldo se le dan una, dos, tres, múltiples tazas para reflexionar sobre lo inútil, sobre lo vago, sobre lo insulso, sobre lo que no le hace falta a nadie. Qué más da. A eso vinimos a este mundo. A perder gloriosamente el tiempo. No solamente a comprar teléfonos celulares.
Termino estas líneas recordando la reapertura del Teatro Odeón, antigua sede del Teatro Popular de Bogotá. Estuve el sábado 22 de octubre pasado y me sentí, realmente, feliz. Ese lugar, hecho ruinas, que antaño fuese un templo sagrado para todos los que lo visitamos y lo actuamos, entre 1968 y finales del milenio pasado, es ahora un ave fénix que mueve sus alas lleno de propuestas artísticas propias de nuestros tiempos desencajados. ¿Que ya no hay un escenario? Claro que lo hay. Todo el Odeón, el espacio Odeón, es un gran teatro reinventado por Tatiana Rais y su ejército de colaboradores. Quizás ni ellos mismos lo sepan, porque son muy jóvenes, pero ese espacio, antes de que fuese TPB, fue sede del teatro de la Universidad de América, que oficiase mi buen tío don Bernardo Romero Lozano, para luego convertirse en el hogar del Teatro El Búho, es decir, la prehistoria de nuestra escena, casa de los inútiles gestores de lo que luego sería Pensión para solteros, La mandrágora, La posadera y tantas y tantas obras que luego se convertirían en parte de nuestro repertorio personal y vital.
Aún recuerdo, muy niño, visitando el TPB para ver Los fusiles de la madre Carrar, Las sillas o El Tartufo. Llegar al TPB era llegar a un territorio especial, donde la maravilla de la representación en vivo se nos venía encima y nada podía remplazarla. Luego sería I Took Panama y el Delito, condena y ejecución de una gallina y, qué se yo, tantos títulos que no puedo enumerar completos porque el teatro no sirve para nada y puedo correr el riesgo de perder el espacio. Pero, por fortuna, hay otros tercos que mantienen la mecha encendida. Hay otros empecinados que les da por resucitar a los muertos y abrir de nuevo las puertas del Espacio Odeón para que sigamos perdiendo el tiempo, para que le digamos a los que tienen otros asuntos más urgentes que frescos, que nos dejen vivir, que de pronto, cuando quieran maquillarse el alma y convertirse por un rato en una parodia de sus propias sombras, se den una pasada por allí. Quizás no descubran a Hamlet, pero se darán cuenta de cómo se están poniendo los cimientos, sobre nuestras bellas ruinas, de lo que será el arte de la nueva arcadia.
Sandro Romero Rey




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